domingo, 7 de junio de 2015

El monstruo que vino del frío

“¿Acaso te pedí, Creador, que de la arcilla me hicieras hombre, acaso te pedí que de la oscuridad me ascendieras?”

Con esta cita del poema clásico de la literatura inglesa, El paraíso perdido de John Milton, publicado en 1667, comienza la edición original de la novela más conocida de Mary Godwin Shelley: Frankenstein o El moderno Prometeo.




En la primera edición de Frankenstein, publicada como novela anónima en 1818, cada capítulo contenía un epígrafe con varios versos del poema, aunque en ediciones posteriores, cuando Mary Shelley, al fin, se identificó como autora, las citas fueron eliminadas debido a que los lectores de la época las consideraban ofensivas.


No es el único cambio que se ha producido en la obra a lo largo de los 197 años transcurridos desde que se publicó por primera vez. Frankenstein ha contado con diferentes prólogos en las distintas ediciones. En la de 1831 la propia autora escribe: “En el verano de 1816, visitamos Suiza y nos convertimos en vecinos de Lord Byron. Al principio pasábamos las horas en el lago o deambulando por su orilla; y Lord Byron, que estaba escribiendo el tercer canto de Las peregrinaciones de Childe Harold, era el único de nosotros que ponía sobre papel sus pensamientos... Pero resultó un desagradable y húmedo verano, y la incesante lluvia, con frecuencia, nos confinaba durante días dentro de casa. Algunos volúmenes de historias de fantasmas, traducidos del alemán al francés, cayeron en nuestras manos... 'Escribiremos cada uno una historia de fantasmas', dijo Lord Byron; y su proposición fue aceptada”.


De esta forma, Mary nos relata cómo se sucedieron los acontecimientos que desembocaron en la creación de su famosa novela. La escritora había viajado a Ginebra acompañada por Percy Shelley, con quien tenía una relación amorosa, en aquel momento, mal vista por la “respetable” sociedad británica (él estaba casado y tenía dos hijos) y por su hermanastra, Claire Clairmont, quien a su vez había vivido una relación con Lord Byron (que también era un hombre casado), escritor con quien se encontraron en el país alpino, no precisamente por casualidad.


En este contexto de relaciones “ilícitas” y en el exilio de la “respetable” sociedad, unos jóvenes románticos acabaron juntos a la orilla del lago Lemán, cerca de Ginebra. Vivieron intensas veladas en las que leyeron historias de fantasmas y debatieron sobre las últimas teorías de los filósofos naturales y de los químicos, especialmente, aquellas que trataban sobre el origen de la vida. ¡Quién pudiera haber asistido a esas reuniones!


Mary lo hizo, y nos cuenta en el prólogo cómo escuchó entusiasmada una conversación entre Byron y Shelley en la que se relataron los experimentos que estaba llevando a cabo el Dr Darwin, en los que se habría logrado la reanimación de materia muerta y partes de cuerpos. Mary especifica que ella cuenta lo que se dijo, pero que no afirmaba, en ningún momento, que las palabras de sus amigos reflejaran lo que realmente pasó en esos experimentos. Sin duda, aquellas historias le sirvieron de inspiración.


Por cierto, el Dr Darwin al que se refería la escritora no era el celebre autor de El origen de las especies, Charles Darwin, ya que en aquellos años era sólo un niño, sino su abuelo Erasmus Darwin.

Erasmus fue médico, inventor, poeta, escritor y también científico, pero no en el sentido actual de la expresión, ya que sus escritos, aunque muy populares en el periodo romántico, eran demasiado entusiastas y especulativos.

Y las vueltas que dan las cosas, parece que el libro favorito de su nieto Charles era El paraíso perdido de John Milton.

Parece que unas tardes bajo techo propiciadas por aquel verano desagradable tuvieron como consecuencia la creación de Frankenstein. Pero la autora había nacido en Londres, una ciudad con clima oceánico. Llama la atención ―al menos, la mía― que mencione la lluvia de aquel verano, acostumbrada como estaba a ese, desde mi punto de vista, triste estado del tiempo.

Y entonces me dio por pensar


Después de leer sus palabras no podía dejar de preguntarme si realmente fue un verano tan húmedo, si los fenómenos meteorológicos de aquellos meses se salieron de lo común.

¿Realmente lo hicieron? La respuesta está en la historia y en la ciencia que puede confirmar, o desmentir, los hechos documentados. De hecho, el fenómeno y sus consecuencias han sido ampliamente estudiados por historiadores y científicos.

Un poco de historia


El año 1816 se caracterizó por un tiempo inusual a escala global. Zonas de Europa y América del Norte experimentaron un verano húmedo y frío, llegando a conocerse 1816 como “el año sin verano”.


Imagen real de erupción volcánica


La historia nos cuenta que el año anterior, hace ahora justo 200 años, en el otro extremo del mundo se había producido una tremenda erupción volcánica. Ocurrió en la isla indonesia de Sumbawa. El volcán Tambora, de unos 4 km de altitud e inactivo desde hacía 5000 años, había comenzado a expulsar humo en febrero. El 5 de abril empezaron las explosiones que fueron aumentando en intensidad a medida que pasaban los días. El 11 de abril se produjo la peor de todas. La caldera del volcán, de casi 10 km de diámetro, reventó, debido a la presión de los gases en su interior (una mezcla de vapor de agua, dióxido de carbono y gases sulfurosos), lanzando a la atmósfera kilómetros cúbicos de rocas pulverizadas, cenizas y aerosoles de sulfatos, pasando el cono del volcán de una altura de más de 4 km a una inferior a 3 km.

Para esta erupción el índice de explosividad volcánica, en una escala que va del 1 al 8, alcanzó el 7. La más destructiva ocurrida en época histórica.

En este tipo de erupciones se producen columnas de ceniza de hasta 25 km de altura y se expulsa un volumen de material entre 10 y 100 km³. Son conocidas como erupciones ultraplinianas. Deben su nombre al romano Plinio el viejo, fallecido por asfixia debido a los gases tóxicos expulsados en la erupción del volcán del mismo tipo que sepultó la ciudad de Pompeya, el Monte Vesubio, al intentar acercase a la zona a investigar, tras divisar la nube de humo que emergía de la montaña.


Erupción volcánica, Islandia, 2010. Fotografía de A. G. Corbis

Los datos indican que la erupción del Tambora no fue la única que se produjo en esas semanas. Parece que hubo dos más, e incluso, no se descarta una tercera, aunque se desconocen las localizaciones exactas. Mucho humo para la delgada capa gaseosa que nos rodea: la atmósfera.

En la zona del cataclismo todo quedó arrasado por los flujos piroclásticos, las lluvias de ceniza o los tsunamis. Las víctimas mortales se contaron por miles. Pero los efectos de la explosión se notaron en todo el planeta.

Y, ¿cómo se producen estas erupciones?


Por si alguien se pregunta cómo llega a producirse una erupción de este tipo, grosso modo diremos que en la corteza terrestre existen zonas como, por ejemplo, en los bordes entre placas tectónicas donde, por las condiciones de presión y temperatura que se alcanzan, las rocas se encuentran fundidas. A este fundido de minerales (silicatos, principalmente) con cantidades variables de gases disueltos, se le llama magma. Una vez producido, el magma puede enfriarse y acabar cristalizando en distintos tipos de rocas, según la rapidez con que se produzca, o puede ascender hacia la superficie. Si el magma es muy rico en sílice (magma ácido) tiene muy poca fluidez, y si además se acumulan gran cantidad de gases, pueden llegar a producirse explosiones como las ocurridas en las erupciones del volcán Tambora y el Monte Vesubio.

Una vez ocurrida, ¿cuáles son las consecuencias?


En este tipo de erupciones casi todo el material proyectado a la atmósfera en forma de polvo, por la velocidad a la que es lanzado, es capaz de atravesar toda la troposfera alcanzando la siguiente capa: la estratosfera. Lo que sucede en esta capa de la atmósfera no es tan conocido como los fenómenos meteorológicos de la troposfera. En las fotografías tomadas desde satélites que se muestran en los espacios del tiempo emitidos en televisión estamos acostumbrados a observar frentes nubosos, ciclogénesis, huracanes... fenómenos todos ocurridos en la capa más cercana a la superficie. Pero el hombre del tiempo no nos habla nunca de lo que pasa más arriba.

Durante mucho tiempo se creyó que la estratosfera era un sistema aislado, pero posteriormente, se vio que no era así. La capa se encuentra en un crítico equilibrio entre la radiación solar que recibe y la entrada de energía en forma de ondas verticales que se propagan desde la troposfera. Existen fuertes vientos, de hasta 200 km/h, cuyo movimiento es principalmente horizontal siguiendo los círculos de los paralelos. Precisamente, debido a la erupción en 1833 de otro volcán, el Krakatoa, también ultrapliniano, se pudo revelar la existencia de estos vientos, ya que, tras la erupción comenzaron a observarse y estudiarse las nubes en las capas altas de la atmósfera. Aunque el movimiento vertical se ve dificultado por dichos vientos, existe y es, justamente, desde las zonas tropicales donde se produce la entrada de aire troposférico hacia esta capa. Por tanto, las consecuencias de una erupción explosiva no serán las mismas según la latitud donde se produzca. Y resulta que el volcán Tambora se encontraba, y se encuentra, muy cerca del Ecuador, a -8º de latitud.


Se calcula que 150 millones de toneladas de partículas muy finas (rocas pulverizadas, cenizas, aerosoles de sulfatos...) alcanzaron la estratosfera tras la erupción del Tambora. Una vez allí, el polvo pudo dar varias vueltas al globo formando una estrecha franja sobre la zona ecuatorial. Poco a poco, la franja se fue ensanchando hasta cubrir latitudes tropicales y, posteriormente, todo el globo.

Las partículas que se proyectan en las erupciones son de un tamaño tan pequeño que tardan un tiempo del orden de años en volver a caer a la superficie. Y mientras están ahí arriba, las puestas de Sol se vuelven más anaranjadas que de costumbre, debido a que estas partículas dispersan la luz de nuestra estrella.

La dispersión de la luz es un fenómeno físico que se produce al incidir los rayos luminosos sobre las partículas de polvo, de tal forma que son reflejados en numerosos rayos de menor intensidad, sobre todo la parte del espectro con longitudes de ondas cercanas al azul, permaneciendo más intensos los colores rojizos.

Al caer a la superficie, el polvo puede quedar atrapado en la nieve. Existen estratos con restos de cenizas en zonas tan distantes como el Ártico y la Antártida, cuya datación corresponde a los años siguientes a las erupciones.

El efecto producido en el clima por este velo de polvo es importante. Al ser dispersada la radiación solar por las partículas en suspensión, llega menos a la superficie terrestre. La consecuencia está clara: menos radiación solar, menos calor. O lo que es lo mismo, temperaturas más bajas. Por ejemplo, en Londres las observaciones de la Royal Society muestran que el verano de 1816 fue 3,8º más frío que la media. En Madrid y Cádiz, en Julio y Agosto se registraron también anomalías en las temperaturas, de unos 3º por debajo de la media.

Pero más factores influyeron en que 1816 fuera un año sin verano


Otro factor, también capaz de modificar el clima, estaba sucediendo al mismo tiempo que las erupciones, el mínimo solar de Dalton, que tuvo lugar desde 1790 hasta 1820 .

La actividad del Sol oscila entre épocas de máximo y mínimo, en un periodo aproximado de 11 años. Durante los mínimos, las manchas solares escasean o, incluso, desaparecen, mientras que en los máximos se observan muchísimas y, a veces, de gran tamaño.




Pero a este ciclo se superponen otros de mayor duración con consecuencias como el mínimo de Dalton. 

La influencia de la actividad solar en el clima es objeto de estudio actualmente, pero lo que no se puede es negar su existencia. No es tan simple como decir que a menos actividad solar, menos radiación recibida en la Tierra. Pero, por poner un ejemplo, en la zona ecuatorial el cambio de la insolación es capaz de modificar la circulación atmosférica y esto produce cambios en el tiempo a nivel global.


Resumiendo



En resumen, la actividad volcánica junto con el mínimo solar fueron factores externos que forzaron el clima causando las anomalías climáticas durante aquel verano. Pero la cosa no quedó ahí, las anomalías siguieron ocurriendo, al menos, hasta el final del verano siguiente. En España, por ejemplo, la montaña de Montserrat y alrededores estaban nevados y el río Llobregat helado a mediados del otoño de 1816 .

El impacto socioeconómico de la bajada de temperaturas en latitudes medias fue tremendo. Las cosechas se perdieron o fueron muy pobres, con las consecuentes subidas de precios y hambrunas que, a su vez, provocaron epidemias. Eso en una Europa recién salida de las guerras napoleónicas y con países inmersos en conflictos políticos por los movimientos independentistas de sus colonias.

Pero no todo fue malo, nos quedó Frankestein.

Los europeos y americanos de aquella época nunca supieron las verdaderas causas de aquel mal tiempo. Es cierto que Benjamin Franklin, en el siglo XVIII, ya había propuesto que se estudiara si las erupciones volcánicas tenían influencia en el clima, pero no se investigó y se confirmó la relación hasta el siglo XX. Hasta entonces, se atribuía el año sin verano a las causas más diversas y rocambolescas.

Bibliografía



  • Mary Shelley, Frankenstein, Wordsworth Editions Limited, 1993
  • José Luis Comellas, Historia de los cambios climáticos, RIALP, 2011
  • Ricardo M. Trigo et al, Iberia in 1816, the year without a summer, Int. J. Climatol. 29: 99–115 (2009)
  • Joseph B. Hoyt, The cold summer of 1816, Annals of the Association of American Geographers, Vol. 48, No. 2 (Jun., 1958), pp.118-131
  • R. Auchmann, Extreme climate, not extreme weather: the summer of 1816 in Geneva, Switzerland, Clim. Past, 8, 325–335, 2012

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